27 de abril de 2008

Lolita

Parte I
33

En la alegre ciudad de Lepingville le compré cuatro revistas de historietas, una caja de dulces, una caja de toallas higiénicas, dos tortas, un juego de manicura, un reloj de viaje con cuadrante luminoso, un anillo con un topacio verdadero, una raqueta de tenis, patines, zapatos blancos de talones altos, anteojos largavista, una radio portátil, goma de mascar, un impermeable transparente, algunas prendas de vestir —pantalones de vestir, toda clase de vestidos para el verano—. En el hotel tomamos cuartos separados, pero en mitad de la noche vino a mí sollozando. ¿Comprenden ustedes? Lo no tenía absolutamente ninguna parte a donde ir.


Lolita, Vladimir Nabokov (1955)

24 de abril de 2008

Respuesta

Quisiera que tú me entendieras a mí sin palabras.
Sin palabras hablarte, lo mismo que se habla mi gente.
Que tú me entendieras a mí sin palabras
como entiendo yo al mar o a la brisa enredada en un álamo verde.

Me preguntas, amigo, y no sé qué respuesta he de darte,
Hace ya mucho tiempo aprendí hondas razones que tú no comprendes.
Revelarlas quisiera, poniendo en mis ojos el sol invisible,
la pasión con que dora la tierra sus frutos calientes.

Me preguntas, amigo, y no sé qué respuesta he de darte.
Siento arder una loca alegría en la luz que me envuelve.
Yo quisiera que tú la sintieras también inundándote el alma,
yo quisiera que a ti, en lo más hondo, también te quemase y te hiriese.
Criatura también de alegría quisiera que fueras,
criatura que llega por fin a vencer la tristeza y la muerte.

Si ahora yo te dijera que había que andar por ciudades perdidas
y llorar en sus calles oscuras sintiéndose débil,
y cantar bajo un árbol de estío tus sueños oscuros,
y sentirte hecho de aire y de nube y de hierba muy verde...

Si ahora yo te dijera
que es tu vida esa roca en que rompe la ola,
la flor misma que vibra y se llena de azul bajo el claro nordeste,
aquel hombre que va por el campo nocturno llevando una antorcha,
aquel niño que azota la mar con su mano inocente...

Si yo te dijera estas cosas, amigo,
¿qué fuego pondría en mi boca, qué hierro candente,
qué olores, colores, sabores, contactos, sonidos?
Y ¿cómo saber si me entiendes?
¿Cómo entrar en tu alma rompiendo sus hielos?
¿Cómo hacerte sentir para siempre vencida la muerte?
¿Cómo ahondar en tu invierno, llevar a tu noche la luna,
poner en tu oscura tristeza la lumbre celeste?

Sin palabras, amigo; tenía que ser sin palabras como tú me entendieses.


Alegría, José Hierro (1947)

23 de abril de 2008

Don Quijote de la Mancha

PRIMERA PARTE DEL INGENIOSO HIDALGO DON QUIJOTE DE LA MANCHA
CAPÍTULO PRIMERO

Que trata de la condición y ejercicio del famoso y valiente hidalgo don Quijote de la Mancha

En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho tiempo que vivía un hidalgo de los de lanza en astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor. Una olla de algo más vaca que carnero, salpicón las más noches, duelos y quebrantos los sábados, lantejas los viernes, algún palomino de añadidura los domingos, consumían las tres partes de su hacienda. El resto della concluían sayo de velarte, calzas de velludo para las fiestas, con sus pantuflos de lo mismo, y los días de entresemana se honraba con su vellorí de lo más fino.
[...] Es, pues, de saber que este sobredicho hidalgo, los ratos que estaba ocioso —que eran los más del año—, se daba a leer libros de caballerías, con tanta afición y gusto, que olvidó casi de todo punto el ejercicio de la caza y aun la administración de su hacienda; y llegó a tanto su curiosidad y desatino en esto, que vendió muchas fanegas de tierra de sembradura para comprar libros de caballerías en que leer, y, así, llevó a su casa todos cuantos pudo haber dellos [...].
Con estas razones perdía el pobre caballero el juicio, y desvelábase por entenderlas y desentrañarles el sentido, que no se lo sacara ni las entendiera el mismo Aristóteles, si resucitara para solo ello.
[...] En resolución, él se enfrascó tanto en su lectura, que se le pasaban las noches leyendo de claro en claro, y los días de turbio en turbio; y así, del poco dormir y del mucho leer, se le secó el celebro de manera que vino a perder el juicio. Llenósele la fantasía de todo aquello que leía en los libros, así de encantamentos como de pendencias, batallas, desafíos, heridas, requiebros, amores, tormentas y disparates imposibles; y asentósele de tal modo en la imaginación que era verdad toda aquella máquina de aquellas soñadas invenciones que leía, que para él no había otra historia más cierta en el mundo.


Don Quijote de la Mancha, Miguel de Cervantes (1605-1615)

21 de abril de 2008

Harry Potter y la Piedra Filosofal

El Espejo de Erised

[...] Parecía un aula en desuso. Las sombras de sillas y pupitres amontonados contra las paredes, una papelera invertida y apoyada contra la pared de enfrente... Había algo que parecía no pertenecer allí, como si lo hubieran dejado para quitarlo de en medio.
Era un espejo magnífico, alto hasta el techo, con un marco dorado muy trabajado, apoyado en unos soportes que eran como garras. Tenía una inscripción grabada en la parte superior: Erised stra ehru oyt ube cafru oyt on wohsi*.
Ya no oía ni a Filch ni a Snape, y Harry no tenía tanto miedo. Se acercó al espejo, deseando mirar para no encontrar su imagen reflejada. Se detuvo frente a él.
Tuvo que llevarse las manos a la boca para no gritar. Giró en redondo. El corazón le latía más furiosamente que cuando el libro había gritado... Porque no sólo se había visto en el espejo, sino que había mucha gente detrás de él.
Pero la habitación estaba vacía.
[...] Miró otra vez al espejo. Una mujer, justo detrás de su reflejo, le sonreía y agitaba la mano. Harry levantó una mano y sintió el aire que pasaba. Si ella estaba realmente allí, debía de poder tocarla, sus reflejos estaban tan cerca... Pero sólo sintió aire: ella y los otros existían sólo en el espejo.
Era una mujer muy guapa. Tenía el cabello rojo oscuro y sus ojos... «Sus ojos son como los míos», pensó Harry, acercándose un poco más al espejo. Verde brillante, exactamente la misma forma, pero entonces notó que ella estaba llorando, sonriendo y llorando al mismo tiempo. El hombre alto, delgado y de pelo negro que estaba al lado de ella le pasó el brazo por los hombros. Llevaba gafas y el pelo muy desordenado. Y se le ponía tieso en la nuca, igual que a Harry.
Harry estaba tan cerca del espejo que su nariz casi tocaba su reflejo.
—¿Mamá? —susurró—. ¿Papá?
Entonces lo miraron, sonriendo. Y lentamente, Harry fue observando los rostros de las otras personas, y vio otro par de ojos verdes como los suyos, otras narices como la suya, incluso un hombre pequeño que parecía tener las mismas rodillas nudosas de Harry. Estaba mirando a su familia por primera vez en su vida.
Los Potter sonrieron y agitaron las manos, y Harry permaneció mirándolos anhelante, con las manos apretadas contra el espejo, como si esperara poder pasar al otro lado y alcanzarlos. En su interior sentía un poderoso dolor, mitad alegría y mitad tristeza terrible.
No supo cuánto tiempo estuvo allí. Los reflejos no se desvanecían y Harry miraba y miraba, hasta que un ruido lejano lo hizo volver a la realidad. No podía quedarse allí, tenía que encontrar el camino hacia el dormitorio. Apartó los ojos de los de su madre y susurró: «Volveré».


* Aviso para navegantes: Oesed lenoz aro cut edon isara cut se onotse (Ahora usad un espejo)


Harry Potter y la Piedra Filosofal, J. K. Rowling (1997)

18 de abril de 2008

Lolita

Parte I
29

Vestida con uno de sus viejos camisones, mi Lolita estaba acostada de lado, volviéndome la espalda, en medio de la cama. Su cuerpo apenas velado y sus piernas desnudas formaban una Z. Se había puesto las dos almohadas bajo la oscura cabeza despeinada; una banda de luz pálida atravesaba sus últimas vértebras.
Me pareció que me desvestía y me ponía el pijama con esa fantástica instantaneidad que se produce al cortarse en una escena cinematográfica el proceso de sustitución. Ya había puesto mi rodilla en el borde de la cama, cuando Lolita volvió la cabeza y me miró a través de las sombras listeadas.
[...]¡Y a pocos centímetros de mi vida quemante estaba la nebulosa Lolita! Después de una larga vigilia sin abandono, mis tentáculos avanzaron hacia ella, y esta vez el crujido del colchón no la despertó. Me las compuse para aproximar tanto mi cuerpo voraz junto al de ella, que sentí el aura de su hombro desnudo como un tibio aliento sobre mi mejilla. Entonces se sentó, balbuceó, murmuró algo con insensata rapidez acerca de botes, tiró de las sábanas y volvió a hundirse en su inconsciencia oscura, poderosa, joven. Cuando volvió a acostarse, en su abundante flujo de sueño —un instante antes dorado, ahora luna—, su brazo me golpeó la cara. Durante un segundo la retuve. Se liberó de la sombra de mi abrazo sin advertirlo, sin violencia, sin repulsa personal, sólo en el murmullo neutro y quejoso de una niña que exige su descanso natural. Y la situación fue otra vez la misma: Lolita con su espalda curvada vuelta hacia Humbert, Humbert con la cabeza apoyada sobre su mano, ardiendo de deseo y dispepsia.
[...]Empecé a deslizarme hacia ella, dispuesto a cualquier decepción, sabiendo que era mejor esperar, pero incapaz de esperar. Mi almohada olía a su pelo. Avancé hacia mi lustrosa amada, deteniéndome o retrocediendo cada vez que se movía o parecía a punto de moverse. Una brisa del país mágico empezaba a alterar mis pensamientos, que ahora parecían inclinados en bastardilla, como si el fantasma de esa brisa arrugara la superficie que los reflejaba. El tiempo y de nuevo mi conciencia despierta encerraron el camino errado, mi cuerpo se deslizó en el ámbito del sueño, se evadió de ella, y una o dos veces me sorprendí incurriendo en un melancólico ronquido. Brumas de ternuras encubrían montañas de deseo. De cuando en cuando me parecía que la presa encantada saldría al encuentro del cazador encantado, y que su cadera avanzaba hacia mí bajo la blanda arena de una playa remota y fabulosa. Pero después su oscuridad con hoyuelos se movía, y entonces yo advertía que estaba más lejos que nunca.


Lolita, Vladimir Nabokov (1955)

15 de abril de 2008

El Retrato de Dorian Gray

Capítulo 20

[...] Tomó la lámpara y subió cautelosamente las escaleras. Al descorrer el cerrojo, una sonrisa de alegría iluminó por un instante el rostro extrañamente joven y se prolongó unos momentos más en sus labios. Sí, practicaría el bien, y aquel retrato espantoso que llevaba tanto tiempo escondido dejaría de aterrorizarlo. Sintió que ya se le había quitado un peso de encima.
Entró sin hacer el mínimo ruido, volviendo a cerrar la puerta con llave, como tenía por costumbre, y retiró la tela morada que cubría el cuadro. Un grito de dolor e indignación se le escapó de los labios. No se notaba cambio alguno, con la excepción de un brillo de astucia en la mirada, y en la boca las arrugas sinuosas de la hipocresía. El lienzo seguía siendo tan odioso como siempre, más siera eso posible; y el rocío escarlata que manchaba la mano parecía más brillante, con más aspecto de sangre recién derramada. Dorian Grey Gray empezó entonces a temblar. ¿Le había empujado únicamente la vanidad a llevar a cabo su única buena acción? ¿O había sido el deseo de una nueva sensación, como apuntara Lord Henry, con su risita burlona? ¿O tal vez el deseo apasionado de representar un papel que a nos empuja a hacer cosas mejores de los que nos corresponde por naturaleza? ¿O, quizá, todo aquello al mismo tiempo? Pero ¿por qué era más grande la mancha roja? Parecía haberse extendido una horrible enfermedad sobre los dedos cubiertos de arrugas. Había sangre en los pies pintados, como si aquella cosa hubiera goteado... sangre incluso en la mano que no había empuñado el cuchillo. ¿Una confesión? ¿Quería aquello decir que iba a confesar su crimen? ¿Que iba a entregarse para lo ejecutaran? Se echó a reír. La idea le pareció monstruosa. [...] Sin embargo era obligación suya confesar, soportar públicamente la vergüenza y expiar la culpa de manera igualmente pública. Había un Dios que exigía a los seres humanos confesar sus pecados en la tierra así como en el cielo. Nada de lo que hiciera le purificaría si no confesaba su pecado. ¿Su pecado? Se encogió de hombros. [...] Porque aquel espejo de su alma que estaba contemplando era un espejo injusto. ¿Vanidad? ¿Curiosidad? ¿Hipocresía? ¿No había habido más que eso en su renuncia? Había habido algo más. Al menos así lo creía él. Pero, ¿como saberlo...? No. No hubo nada más. Sólo renunció a la muchacha por vanidad. La hipocresía le había llevado a colocarse la máscara de la bondad. Había ensayado la abnegación por curiosidad. Ahora lo reconocía.
Pero aquel asesinato... ¿iba a perseguirlo toda su vida? ¿Siempre tendría que soportar el peso de su pasado? ¿Tendría que confesar? Nunca. No había más que una prueba en contra suya. El cuadro mismo: ésa era la prueba. Lo destruiría. ¿Por qué lo había conservado tanto tiempo? Años atrás le proporcionaba el placer de contemplar cómo cambiaba y se hacía viejo. En los últimos tiempos ese placer había desaparecido. El cuadro le impedía dormir. Cuando salía de viajo, le horrorizaba la posibilidad de que lo contemplasen otros ojos. Teñía de melancolía sus pasiones. Su simple recuerdo echaba a perder muchos momentos de alegría. Había sido para él algo así como su conciencia. Sí. Había sido su conciencia. Lo destruiría.
Miró a su alrededor, y vio el cuchillo [...]. Mataría el pasado y, cuando estuviera muerto, él recobraría la libertad. Acabaría con aquella monstruosa vida del alma y, sin sus odiosas advertencias, recobraría la paz. Empuñó el alma y con ella apuñaló el retrato.
Se oyó un grito y el golpe de una caída. El grito puso de manifiesto un sufrimiento tan espantoso que los criados despertaron asustados y salieron en silencio de sus habitaciones. Dos caballeros que pasaban por la plaza se detuvieron y alzaron los ojos hacia la gran casa. Luego siguieron caminando hasta encontrar a un policía y regresar con él. Llamaron varias veces al timbre, pero sin recibir respuesta. Con la excepción de una luz en uno de los balcones del piso alto, todo estaba a oscuras. Al cabo de un rato, el policía se trasladó hasta un portal vecino para contemplar desde allí el edificio.
—¿Quién vive en esa casa? —le preguntó el caballero de más edad.
—El señor Dorian Grey Gray —respondió el policía.
La dos personas que le escuchaban intercambiaron una mirada de inteligencia y, mientras se alejaban, había en su rostro una mueca de desprecio. Uno de ellos era el tío de sir Henry Ashton.
Dentro de la casa, en la zona donde vivía la servidumbre, los criados a medio vestir hablaban en voz baja. La anciana señora Leaf lloraba y se retorcía las manos. Francis estaba tan pálido como un muerto.
Transcurrido un cuarto de hora aproximadamente, el ayuda de cámara tomó consigo al cochero y a uno de los lacayos y subió en silencio las escaleras. Los golpes en la puerta no obtuvieron contestación. Y todo siguió en silencio cuando llamaron a su amo de viva voz. Finalmente, después de tratar en vano de forzar la puerta, salieron al tejado y descendieron hasta el balcón. Una vez allí entraron si dificultad: los pestillos eran muy antiguos.
En el interior encontraron, colgado de la pared, un espléndido retrato de su señor tal como lo había visto por última vez, en todo el esplendor de su juventud y singular belleza. En el suelo, vestido de etiqueta, y con un cuchillo clavado en el corazón, hallaron el cadáver de un hombre mayor, muy consumido, lleno de arrugas y con un rostro repugnante. Sólo le reconocieron cuando examinaron las sortijas que llevaba en los dedos.


El Retrato de Dorian Grey Gray, Oscar Wilde (1891)

12 de abril de 2008

Lolita

Parte I
28

Salí de un ruidoso vestíbulo y permanecí fuera, sobre los blancos escalones, mirando los centenares de insectos que revoloteaban en torno a las luces, en la negra noche mojada, llena de murmullos y ruidos. Todo lo que haría, lo que me atrevía a hacer sería una fruslería.
De pronto tuve conciencia de que en la oscuridad, a mi lado, había una persona sentada en una silla, en la galería. No podía verla, pero oí que se movía al echarse adelante, después una discreta regurgitación, y al fin la nota de una plácida vuelta a la posición anterior. Estaba a punto de abandonar aquel lugar, cuando una voz masculina se dirigió a mí.
—¿De dónde diablos la ha sacado?
—¿Cómo?
—Dije que el tiempo está mejorando.
—Así parece.
—¿Quién es la chiquilla?
—Mi hija.
—Miente, no es su hija.
—¿Cómo?
—Dije que tuvimos mucho calor en julio. ¿Qué es de su madre?
—Ha muerto.
—Lo siento. A propósito, ¿no quieren ustedes almorzar conmigo mañana? Esta multitud espantosa ya se habrá retirado.
—Y nosotros también. Adiós.
—Lo siento. Estoy bastante borracho. Buenas noches. Esa chiquilla necesita dormir mucho. El sueño es una rosa, dicen los persas. ¿Fuma?
—No ahora.
Encendió un fósforo. Pero acaso porque estaba borracho o porque el viento lo estaba, la llama iluminó a otra persona, un hombre muy viejo, uno de esos huéspedes permanentes de los hoteles anticuados, en su mecedora blanca. Nadie dijo nada, y la oscuridad volvió a su lugar inicial. Después oí que el viejo residente tosía y se libraba de alguna mucosidad sepulcral.


Lolita, Vladimir Nabokov (1955)

9 de abril de 2008

Recuerdos

Aquello era hermoso. ¿Te acuerdas de como las flores nacían?
¿De cómo traía el ocaso su rojo clavel en la boca?
¿De un hombre que todas las tardes tocaba el violín a la puerta?
¿Del soñar cotidiano que daba sus llamas al alma en la sombra?

¿Te acuerdas de aquello? Aquello era hermoso.
Yo no sé si tu vuelves conmigo o conmigo lo evocas.
¡Tan alegre pasar, desgarrando el eterno momento,
pisoteando, sin verlas, las rosas!

Hay un instante que todo lo puede, que salta todos los días
y vive presente en el cielo dorado de nuestra memoria.
¿Por qué no ha de ser ese instante
el que ya para siempre te colme las horas?

¿Te acuerdas de aquello? Aquello era hermosos.
Todas las cosas que son, son hermosas
aunque sepamos de fijo que acaban y mueren un día,
que pasan rozando las vidas y nunca retornan.

¿Te acuerdas de aquello?
La juventud nos cantaba, nos canta, su canto de gloria.
Aquello era hermoso: pasar sin pensar, y soñar sin llegar,
aceptar sin jamás preguntar por la mano que dio la limosna.

Y yo te pregunto. Y acaso esta brisa que mueve la hierba
me da tu respuesta, me dice la oscura palabra que nunca se nombre.


Alegría, José Hierro (1947)

6 de abril de 2008

Drácula

XXI

DIARIO DEL DOCTOR SEWARD
3 de octubre.

[...]Accionó el picaporte mientras hablaba, pero la puerta no cedió. Nos abalanzamos contra ella: se abrió de golpe con un estallido, y apunto estuvimos de caer todos al suelo. El profesor cayó efectivamente, permitiéndome ver por encima de él, mientras se levantaba apoyándose con las manos y las rodillas. Y lo que vi me dejó horrorizado. Sentí erizárseme el pelo de la nuca y que se me paralizaba el corazón.
La luna era tan brillante que, aun con la gruesa persiana amarilla, entraba suficiente claridad en la habitación para ver. En el lado de la cama más próximo a la ventana descansaba Jonathan Harker con el rostro arrebolado y respirando con dificultad, como si estuviese sumido en un estado estuporoso. Arrodillada en el borde de la cama más próximo a la puerta, estaba la blanca figura de su esposa. Junto a ella, de pie, había un hombre alto y flaco, vestido de negro. No miraba hacia la puerta, pero en cuanto le descubrimos, todos reconocimos al Conde... en todos los detalles, hasta en la cicatriz de la frente. Tenía cogidas Jas dos manos de la señora Harker con su mano izquierda, apartándole con fuerza los brazos; y le sujetaba la nuca con la derecha, obligándola a volver la cara sobre su pecho. Su blanco camisón estaba manchado de sangre, y un hilillo descendía también por el pecho del hombre, cuya ropa desgarrada lo mostraba al aire. La escena guardaba un terrible parecido a la de un niño obligando a un gatito a meter el hocico en el plato de leche para que beba. .Al irrumpir en la habitación, el Conde se volvió hacia nosotros, y una expresión demoníaca, cuya descripción yo conocía ya, apareció en su semblante. Sus ojos rojos centellearon con furia diabólica; las grandes ventanas de su nariz aguileña se abrieron y temblaron; y los dientes blancos y afilados, detrás de sus labios manchados de sangre, castañetearon como los de una fiera salvaje. Con un movimiento violento que arrojó a su víctima sobre la cama, se volvió y se abalanzó sobre nosotros... Pero el profesor se adelantó, y alzó hacia él el sobre que contenía la sagrada hostia. El Conde se detuvo súbitamente, tal como hizo la pobre Lucy delante de su tumba, y retrocedió. Y fue retrocediendo más y más, a medida que avanzábamos con nuestros crucifijos en alto. Inesperadamente, se ocultó la luna al interponerse una nube oscura y enorme; y cuando surgió la llama de gas, al aplicarle Quincey un fósforo, no encontramos más que unos tenues flecos de vapor. Los vimos escurrirse por debajo de la puerta que, debido al retroceso, después de la violenta embestida, se había vuelto a cerrar. Van Helsing, Art y yo corrimos hacia la señora Harker, que había recobrado el sentido, profiriendo un grito tan frenético, tan lleno de desesperación, que me seguirá resonando en los oídos mientras viva. Durante unos segundos, permaneció tendida en una actitud indefensa y dislocada. Tenía el rostro macilento, con una palidez acentuada por la sangre que le manchaba los labios, las mejillas y la barbilla; un delgado hilillo de sangre descen día por el cuello, también. Tenía los ojos extraviados de terror.


Drácula, Bram Stoker (1897)

3 de abril de 2008

El Fantasma de la Ópera

Epílogo

Según el Persa, Erik era originario de una pequeña ciudad de los alrededores de Rouen. Era el hijo de un contratista de obras. Había huido muy pronto del domicilio paterno donde su fealdad era motivo de horror y de espanto para sus parientes. Por algún tiempo, se había exhibido en las ferias, donde su empresario le presentaba como el «muerto viviente». Debía haber atravesado Europa entera, de feria en feria, y completado su extraña educación de artista y de mago en la misma fuente del arte de la magia: entre los gitanos. Toda una época de la existencia de Erik permanecía bastante oscura. Volvemos a encontrarle en la feria de Nijni-Novgorod donde actuaba en toda su espantosa gloria. Cantaba ya como nadie en el mundo ha cantado jamás. Hacía de ventrílocuo y se entregaba a números extraordinarios, de los que las caravanas, a su regreso a Asia, hablaban aún durante todo el camino. De este modo su reputación atravesó los muros del palacio de Mazenderan donde la pequeña sultana, favorita del sha-en-shah, se aburría. Un mercader de pieles, que iba a Samarkanda y que volvía de Nijni-Novgorod, explicó los milagros que había visto bajo la tienda de Erik. El mercader fue llamado al palacio y el Daroga de Mazenderan tuvo que interrogarle. Después, el Daroga fue encargado de buscar a Erik. Lo condujo a Persia donde durante unos meses hizo, como se dice en Europa, una de cal y otra de arena. Cometió pues una cantidad de horrores, ya que parecía no conocer el bien ni el mal, y cooperó en algunos hermosos asesinatos políticos con la misma tranquilidad con la que combatió, mediante inventos diabólicos, con el emir de Afganistán que estaba en guerra con el Imperio. El sha-en-shah le tomó amistad. Fue cuando aparecieron las Horas Rosas de Mazenderan, de las que el relato del Daroga nos ha dado una idea. Como Erik tenía de arquitectura ideas absolutamente personales y concebía un palacio al igual que un prestidigitador concibe una caja de sorpresas, el sha-en-shah le encargó un edificio de este tipo que él proyectó y realizó y que era, al parecer, tan ingenioso que su Majestad podía pasearse por todas partes sin que le vieran y desaparecer sin que nadie pudiera decir por qué artificio. Cuando el sha-en-shah se vio dueño de semejante joya, [...] decidió, pues, dar muerte a Erik así como a todos los obreros que habían trabajado a sus órdenes. El Daroga de Mazenderan fue encargado de la ejecución. Erik le había prestado algunos servicios y le había hecho reír a gusto en varias ocasiones. Así que el Daroga lo salvó facilitándole la huida. Pero estuvo a punto de pagar con su cabeza aquella generosa debilidad. [...] El Daroga se vio castigado tan sólo con la pérdida de su cargo, de sus bienes y con la condena al exilio. Sin embargo, como el Daroga era de sangre real el Tesoro persa siguió pasándole una pequeña renta de algunos centenares de francos al mes. Fue cuando vino a refugiarse a París.
En cuanto a Erik, había pasado de Asia Menor hacia Constantinopla donde había entrado al servicio del sultán. Comprenderéis qué tipo de servicios prestó a un soberano que vivía acosado por constantes terrores, sabiendo que Erik fue quien construyó todas las famosas trampillas, habitaciones secretas y cajas fuertes misteriosas que se encontraron en Yildiz-Kiosk después de la última revolución turca. También fue él quien tuvo la idea de fabricar unos muñecos autómatas idénticos al príncipe y tan parecidos que le hacían dudar hasta al propio príncipe, autómatas que hacían creer a los creyentes que su jefe se encontraba en un sitio, despierto, cuando en realidad descansaba en otro.
Naturalmente, tuvo que dejar el servicio del sultán por los mismos motivos que había tenido que huir de Persia. Sabía demasiadas cosas. Entonces, muy cansado de su aventurera, extraordinaria y monstruosa vida, deseó ser como los demás. Y se hizo albañil como otro cualquiera que construye casas para todo el mundo con ladrillos normales y corrientes. Realizó ciertos trabajos de albañilería en la Ópera. Cuando se vio en los sótanos de un teatro tan grande, su naturaleza artística, fantasiosa y mágica, se impuso. Además, ¿no seguía siendo igual de feo? Soñó con hacerse una mansión desconocida para el resto del mundo y que le ocultaría para siempre de las miradas de los hombres.
Se sabe y se adivina lo demás. Transcurre a lo largo de esta increíble, aunque verídica aventura. ¡Pobre Erik! ¿Hay que compadecerle? ¿Hay que maldecirle? No pedía más que ser alguien como los demás. ¡Pero era demasiado feo! Tuvo que ocultar su genio, o jugar con él, cuando, de tener un rostro normal, hubiera sido uno de los hombres más nobles de la raza humana. Tenía un corazón en el que habría cabido un imperio, pero tuvo que contenerse con un sótano. En realidad, hay que compadecer al fantasma de la Ópera.


El Fantasma de la Ópera, Gaston Leroux (1911)

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