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15 de abril de 2008

El Retrato de Dorian Gray

Capítulo 20

[...] Tomó la lámpara y subió cautelosamente las escaleras. Al descorrer el cerrojo, una sonrisa de alegría iluminó por un instante el rostro extrañamente joven y se prolongó unos momentos más en sus labios. Sí, practicaría el bien, y aquel retrato espantoso que llevaba tanto tiempo escondido dejaría de aterrorizarlo. Sintió que ya se le había quitado un peso de encima.
Entró sin hacer el mínimo ruido, volviendo a cerrar la puerta con llave, como tenía por costumbre, y retiró la tela morada que cubría el cuadro. Un grito de dolor e indignación se le escapó de los labios. No se notaba cambio alguno, con la excepción de un brillo de astucia en la mirada, y en la boca las arrugas sinuosas de la hipocresía. El lienzo seguía siendo tan odioso como siempre, más siera eso posible; y el rocío escarlata que manchaba la mano parecía más brillante, con más aspecto de sangre recién derramada. Dorian Grey Gray empezó entonces a temblar. ¿Le había empujado únicamente la vanidad a llevar a cabo su única buena acción? ¿O había sido el deseo de una nueva sensación, como apuntara Lord Henry, con su risita burlona? ¿O tal vez el deseo apasionado de representar un papel que a nos empuja a hacer cosas mejores de los que nos corresponde por naturaleza? ¿O, quizá, todo aquello al mismo tiempo? Pero ¿por qué era más grande la mancha roja? Parecía haberse extendido una horrible enfermedad sobre los dedos cubiertos de arrugas. Había sangre en los pies pintados, como si aquella cosa hubiera goteado... sangre incluso en la mano que no había empuñado el cuchillo. ¿Una confesión? ¿Quería aquello decir que iba a confesar su crimen? ¿Que iba a entregarse para lo ejecutaran? Se echó a reír. La idea le pareció monstruosa. [...] Sin embargo era obligación suya confesar, soportar públicamente la vergüenza y expiar la culpa de manera igualmente pública. Había un Dios que exigía a los seres humanos confesar sus pecados en la tierra así como en el cielo. Nada de lo que hiciera le purificaría si no confesaba su pecado. ¿Su pecado? Se encogió de hombros. [...] Porque aquel espejo de su alma que estaba contemplando era un espejo injusto. ¿Vanidad? ¿Curiosidad? ¿Hipocresía? ¿No había habido más que eso en su renuncia? Había habido algo más. Al menos así lo creía él. Pero, ¿como saberlo...? No. No hubo nada más. Sólo renunció a la muchacha por vanidad. La hipocresía le había llevado a colocarse la máscara de la bondad. Había ensayado la abnegación por curiosidad. Ahora lo reconocía.
Pero aquel asesinato... ¿iba a perseguirlo toda su vida? ¿Siempre tendría que soportar el peso de su pasado? ¿Tendría que confesar? Nunca. No había más que una prueba en contra suya. El cuadro mismo: ésa era la prueba. Lo destruiría. ¿Por qué lo había conservado tanto tiempo? Años atrás le proporcionaba el placer de contemplar cómo cambiaba y se hacía viejo. En los últimos tiempos ese placer había desaparecido. El cuadro le impedía dormir. Cuando salía de viajo, le horrorizaba la posibilidad de que lo contemplasen otros ojos. Teñía de melancolía sus pasiones. Su simple recuerdo echaba a perder muchos momentos de alegría. Había sido para él algo así como su conciencia. Sí. Había sido su conciencia. Lo destruiría.
Miró a su alrededor, y vio el cuchillo [...]. Mataría el pasado y, cuando estuviera muerto, él recobraría la libertad. Acabaría con aquella monstruosa vida del alma y, sin sus odiosas advertencias, recobraría la paz. Empuñó el alma y con ella apuñaló el retrato.
Se oyó un grito y el golpe de una caída. El grito puso de manifiesto un sufrimiento tan espantoso que los criados despertaron asustados y salieron en silencio de sus habitaciones. Dos caballeros que pasaban por la plaza se detuvieron y alzaron los ojos hacia la gran casa. Luego siguieron caminando hasta encontrar a un policía y regresar con él. Llamaron varias veces al timbre, pero sin recibir respuesta. Con la excepción de una luz en uno de los balcones del piso alto, todo estaba a oscuras. Al cabo de un rato, el policía se trasladó hasta un portal vecino para contemplar desde allí el edificio.
—¿Quién vive en esa casa? —le preguntó el caballero de más edad.
—El señor Dorian Grey Gray —respondió el policía.
La dos personas que le escuchaban intercambiaron una mirada de inteligencia y, mientras se alejaban, había en su rostro una mueca de desprecio. Uno de ellos era el tío de sir Henry Ashton.
Dentro de la casa, en la zona donde vivía la servidumbre, los criados a medio vestir hablaban en voz baja. La anciana señora Leaf lloraba y se retorcía las manos. Francis estaba tan pálido como un muerto.
Transcurrido un cuarto de hora aproximadamente, el ayuda de cámara tomó consigo al cochero y a uno de los lacayos y subió en silencio las escaleras. Los golpes en la puerta no obtuvieron contestación. Y todo siguió en silencio cuando llamaron a su amo de viva voz. Finalmente, después de tratar en vano de forzar la puerta, salieron al tejado y descendieron hasta el balcón. Una vez allí entraron si dificultad: los pestillos eran muy antiguos.
En el interior encontraron, colgado de la pared, un espléndido retrato de su señor tal como lo había visto por última vez, en todo el esplendor de su juventud y singular belleza. En el suelo, vestido de etiqueta, y con un cuchillo clavado en el corazón, hallaron el cadáver de un hombre mayor, muy consumido, lleno de arrugas y con un rostro repugnante. Sólo le reconocieron cuando examinaron las sortijas que llevaba en los dedos.


El Retrato de Dorian Grey Gray, Oscar Wilde (1891)

28 de marzo de 2008

El Retrato de Dorian Gray

Capítulo 20

[...] En la enorme linterna veneciana —botín dorado de alguna góndola ducal— que colgaba del techo del gran vestíbulo revestido de madera de roble, aún ardían las luces de tres mecheros, semejantes a delgados pétalos azules con un borde de fuego blanco. Los apagó y, después de arrojar capa y sombrero sobre la mesa, cruzó la biblioteca en dirección a la puerta de su dormitorio, una amplia habitación octogonal en el piso bajo que, dada su reciente pasión por el lujo, acababa de hacer decorar a su gusto, colgando de las paredes curiosas tapicerías renacentistas que habían aparecido almacenadas en un ático olvidado de Selby Royal. Mientras giraba la manecilla de la puerta, su mirada se posó sobre el retrato pintado por Basil Hallward. La sorpresa le obligó a detenerse. Luego entró en su cuarto sin perder la expresión de perplejidad. Después de quitarse la flor que llevaba en el ojal de la chaqueta, pareció vacilar. Finalmente regresó a la biblioteca, se acercó al cuadro y lo examinó con detenimiento. Iluminado por la escasa luz que empezaba a atravesar los esteres de seda de color crema, le pareció que el rostro había cambiado ligeramente. La expresión parecía distinta. Se diría que había aparecido un toque de crueldad en la boca. Era, si duda, algo bien extraño.
Dándose la vuelta, se dirigió hacia la ventana y alzó el estor. El resplandor del alba inundó la habitación y barrió hacia los rincones oscuros las sombras fantásticas, que se inmovilizaron, temblorosas. Pero la extraña expresión que Dorian Gray había advertido en el rostro del retrato siguió presente, más intensa si cabe. La temblorosa y ardiente luz del sol le mostró los pliegues crueles en torno a la boca con la misma claridad que si se hubiera mirado en un espejo después de cometer alguna acción abominable.
Estremecido, tomó de la mesa un espejo oval, encuadrado por cupidos de marfil, uno de los muchos regalos que lord Henry le había hecho, y lanzó una mirada rápida a sus brillantes profundidades. Ninguna arruga parecida había deformado sus labios rojos. ¿Qué significaba aquello? Después de frotarse los ojos, se acercó al cuadro y lo examinó de nuevo. No había ninguna señal de cambio cuando miraba el lienzo y, sin embargo, no cabía la menor duda de que la expresión del retrato era distinta. No se lo había inventado. Se trataba de una realidad atrozmente visible.
Dejándose caer sobre una silla empezó a pensar. De repente, como en un relámpago, se acordó de lo que dijera en el estudio de Basil Halíward el día en que el pintor concluyó el retrato. Sí; lo recordaba perfectamente. Había expresado un deseo insensato: que el retrato envejeciera y que él se conservara joven; que la perfección de sus rasgos permaneciera intacta, y que el rostro del lienzo cargara con el peso de sus pasiones y de sus pecados; que en la imagen pintada aparecieran las arrugas del sufrimiento y de la meditación, pero que él conservara todo el brillo delicado y el atractivo de una adolescencia que acababa de tomar conciencia de sí misma. No era posible que su deseo hubiera sido escuchado. Cosas así no sucedían, eran imposibles. Parecía monstruoso incluso pensar en ello. Y, sin embargo, allí estaba el retrato, con un toque de crueldad en la boca.
¡Crueldad! ¿Había sido cruel? Sibyl era la culpable y no él. La había soñado gran artista, y por creerla grande le había entregado su amor. Pero Sibyl le había decepcionado, demostrando ser superficial e indigna. Y, sin embargo, un sentimiento de infinito pesar se apoderó de él, al recordarla acurrucada a sus pies y sollozando como una niñita. Rememoró con cuánta indiferencia la había contemplado. ¿Por qué la naturaleza le había hecho así? ¿Por qué se le había dado un alma como aquélla? Pero también él había sufrido. Durante las tres terribles horas de la representación había vivido siglos de dolor, eternidades de tortura. Su vida bien valía la de Sibyl. Ella lo había maltratado, aunque Dorian le hubiera infligido una herida duradera. Las mujeres, además, estaban mejor preparadas para el dolor. Vivían de sus emociones. Sólo pensaban en sus emociones. Cuando tomaban un amante, no tenían otro objetivo que disponer de alguien a quien hacer escenas. Lord Henry se lo había expicado, y lord Henry sabía cómo eran las mujeres. ¿Qué razón había para preocuparse por Sibyl Vane? Ya no significaba nada para él.
Pero, ¿y el retrato? ¿Qué iba a decir del retrato? El lienzo de Basil Hallward contenía el secreto de su vida, narraba su historia. Le había enseñado a amar su propia belleza. ¿Le enseñaría también a aborrecer su propia alma? ¿Volvería alguna vez a mirarlo?
No; se trataba simplemente de una ilusión que se aprovecha ba de sus sentidos desorientados. La horrible noche pasada había engendrado fantasmas. De repente, esa minúscula mancha escarlata que vuelve locos a los hombres se había desplomado sobre su cerebro. El cuadro no había cambiado. Era locura pensarlo.
Sin embargo, el retrato seguía contemplándolo, con el hermoso rostro deformado por una cruel sonrisa. Sus cabellos resplandecían, brillantes, bajo el sol matinal. Los ojos azules del lienzo se clavaban en los suyos. Un indecible sentimiento de compasión le invadió, pero no por él, sino por aquella imagen pintada. Ya había cambiado y aún cambiaría más. El oro se marchitaría en gris. Las rosas, rojas y blancas, morirían. Por cada pecado que cometiera, una mancha vendría a ensuciar y a destruir su belleza. Pero no volvería a pecar. El cuadro, igual o distinto, sería el emblema visible de su conciencia.


El Retrato de Dorian Gray, Oscar Wilde (1891)

14 de septiembre de 2007

El Retrato de Dorian Gray

Prefacio del Autor

El artista es creador de belleza.
Revelar el arte y ocultar al artista es la meta del arte.
El crítico es quien puede traducir de manera distinta o con nuevos materiales su impresión de la belleza.
La forma más elevada de la crítica, y también la más rastrera, es una modalidad de autobiografía.
Quienes descubren significados ruines en cosas hermosas están corrompidos sin ser elegantes, lo que es un defecto.
Quienes encuentran significados bellos en cosas hermosas son espíritus cultivados. Para ellos hay esperanza.
Son los elegidos, y en su caso las cosas hermosas sólo significan belleza.
No existen libros morales o inmorales.
Los libros están bien o mal escritos. Eso es todo.
La aversión del siglo XIX por el realismo es la rabia de Calibán al verse la cara en el espejo.
La aversión del siglo XIX por el romanticismo es la rabia de Calibán al no verse la cara en un espejo.
La vida moral del hombre forma parte de los temas del artista, pero la moralidad del arte consiste en hacer un uso perfecto de un medio imperfecto. Ningún artista desea probar nada. Incluso las cosas que son verdad se pueden probar.
El artista no tiene preferencias morales. Una preferencia moral en un artista es un imperdonable amaneramiento de estilo.
Ningún artista es morboso. El artista está capacitado para expresarlo todo.
Pensamiento y lenguaje son, para el artista, los instrumentos de su arte.
El vicio y la virtud son los materiales del artista. Desde el punto de vista de la forma, el modelo de todas las artes es el arte del músico. Desde el punto de vista del sentimiento, el modelo es el talento del actor.
Todo arte es a la vez superficie y símbolo.
Quienes profundizan, sin contentarse con la superficie, se exponen a las consecuencias.
Quienes penetran en el símbolo se exponen a las consecuencias.
Lo que en realidad refleja el arte es al espectador y no la vida.
La diversidad de opiniones sobre una obra de arte muestra que esa obra es nueva, compleja y que está viva.
Cuando los críticos disienten, el artista está de acuerdo consigo mismo.
A un hombre le podemos perdonar que haga algo útil siempre que no lo admire. La única excusa para hacer una cosa inútil es admirarla infinitamente.
Todo arte es completamente inútil.


El Retrato de Dorian Gray, Oscar Wilde (1891)

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