31 de marzo de 2008

Lolita

Parte I
5

Ahora creo llegado el momento de presentar al lector algunas consideraciones de orden general. Entre los límites de los nueve y los catorce años, surgen doncellas que revelan a ciertos viajeros embrujados, dos o más veces mayores que ellas, su verdadera naturaleza, no humana, sino nínfica (o sea demoníaca); propongo llamar «nínfulas» a esas criaturas escogidas.
Se advertirá que reemplazo términos espaciales por temporales. En realidad, querría que el lector considerara los «nueve» y los «catorce» como los límites —playas espejeantes, rocas rosadas— de una isla encantada, habitada por esas nínfulas mías y rodeada por un mar vasto y brumoso. Entre esos límites temporales, ¿son nínfulas todas las niñas? No, desde luego. De lo contrario, quienes supiéramos el secreto, nosotros, los viajeros solitarios, los ninfulómanos, habríamos enloquecido hace mucho tiempo. Tampoco es la belleza una piedra de toque; y la vulgaridad —o al menos lo que una comunidad determinada considera como tal— no daña forzosamente ciertas características misteriosas, la gracia letal, el evasivo, cambiante, trastornador, insidioso encanto mediante el cual la nínfula se distingue de esas contemporáneas suyas que dependen incomparablemente más del mundo espacial de fenómenos sincrónicos que de esa isla intangible de tiempo hechizado donde Lolita juega con sus semejantes. Dentro de los mismos límites temporales, el número de verdaderas nínfulas es harto inferior al de las jovenzuelas provisionalmente feas, o tan sólo agradables, o «simpáticas», o hasta «bonitas» y «atractivas», comunes, regordetas, informes, de piel fría, niñas esencialmente humanas, vientrecitos abultados y trenzas, que acaso lleguen a transformarse en mujeres de gran belleza (pienso en los toscos budines con medias negras y sombreros blancos que se convierten en deslumbrantes estrellas cinematográficas). Si pedimos a un hombre normal que elija a la niña más bonita en una fotografía de un grupo de colegialas o girl-scouts, no siempre señalará a la nínfula. Hay que ser artista y loco, un ser infinitamente melancólico, con una burbuja de ardiente veneno en las entrañas y una llama de suprema voluptuosidad siempre encendida en su sutil espinazo (¡oh, cómo tiene uno que rebajarse y esconderse!), para reconocer de inmediato, por signos inefables —el diseño ligeramente felino de un pómulo, la delicadeza de un miembro aterciopelado y otros indicios que la desesperación, la vergüenza y las lágrimas de ternura me prohiben enumerar—, al pequeño demonio mortífero entre el común de las niñas; y allí está, no reconocida e ignorante de su fantástico poder.
Además, puesto que la idea de tiempo gravita con tan mágico influjo sobre todo ello, el estudioso no ha de sorprenderse al saber que ha de existir una brecha de varios años —nunca menos de diez, diría yo, treinta o cuarenta por lo general y tantos como cincuenta en algunos pocos casos conocidos— entre doncella y hombre para que este último pueda caer bajo el hechizo de la nínfula. Es una cuestión de ajuste focal, de cierta distancia que el ojo interior supera contrayéndose y de cierto contraste que la mente percibe con un jadeo de perverso deleite. 


Lolita, Vladimir Nabokov (1955)

28 de marzo de 2008

El Retrato de Dorian Gray

Capítulo 20

[...] En la enorme linterna veneciana —botín dorado de alguna góndola ducal— que colgaba del techo del gran vestíbulo revestido de madera de roble, aún ardían las luces de tres mecheros, semejantes a delgados pétalos azules con un borde de fuego blanco. Los apagó y, después de arrojar capa y sombrero sobre la mesa, cruzó la biblioteca en dirección a la puerta de su dormitorio, una amplia habitación octogonal en el piso bajo que, dada su reciente pasión por el lujo, acababa de hacer decorar a su gusto, colgando de las paredes curiosas tapicerías renacentistas que habían aparecido almacenadas en un ático olvidado de Selby Royal. Mientras giraba la manecilla de la puerta, su mirada se posó sobre el retrato pintado por Basil Hallward. La sorpresa le obligó a detenerse. Luego entró en su cuarto sin perder la expresión de perplejidad. Después de quitarse la flor que llevaba en el ojal de la chaqueta, pareció vacilar. Finalmente regresó a la biblioteca, se acercó al cuadro y lo examinó con detenimiento. Iluminado por la escasa luz que empezaba a atravesar los esteres de seda de color crema, le pareció que el rostro había cambiado ligeramente. La expresión parecía distinta. Se diría que había aparecido un toque de crueldad en la boca. Era, si duda, algo bien extraño.
Dándose la vuelta, se dirigió hacia la ventana y alzó el estor. El resplandor del alba inundó la habitación y barrió hacia los rincones oscuros las sombras fantásticas, que se inmovilizaron, temblorosas. Pero la extraña expresión que Dorian Gray había advertido en el rostro del retrato siguió presente, más intensa si cabe. La temblorosa y ardiente luz del sol le mostró los pliegues crueles en torno a la boca con la misma claridad que si se hubiera mirado en un espejo después de cometer alguna acción abominable.
Estremecido, tomó de la mesa un espejo oval, encuadrado por cupidos de marfil, uno de los muchos regalos que lord Henry le había hecho, y lanzó una mirada rápida a sus brillantes profundidades. Ninguna arruga parecida había deformado sus labios rojos. ¿Qué significaba aquello? Después de frotarse los ojos, se acercó al cuadro y lo examinó de nuevo. No había ninguna señal de cambio cuando miraba el lienzo y, sin embargo, no cabía la menor duda de que la expresión del retrato era distinta. No se lo había inventado. Se trataba de una realidad atrozmente visible.
Dejándose caer sobre una silla empezó a pensar. De repente, como en un relámpago, se acordó de lo que dijera en el estudio de Basil Halíward el día en que el pintor concluyó el retrato. Sí; lo recordaba perfectamente. Había expresado un deseo insensato: que el retrato envejeciera y que él se conservara joven; que la perfección de sus rasgos permaneciera intacta, y que el rostro del lienzo cargara con el peso de sus pasiones y de sus pecados; que en la imagen pintada aparecieran las arrugas del sufrimiento y de la meditación, pero que él conservara todo el brillo delicado y el atractivo de una adolescencia que acababa de tomar conciencia de sí misma. No era posible que su deseo hubiera sido escuchado. Cosas así no sucedían, eran imposibles. Parecía monstruoso incluso pensar en ello. Y, sin embargo, allí estaba el retrato, con un toque de crueldad en la boca.
¡Crueldad! ¿Había sido cruel? Sibyl era la culpable y no él. La había soñado gran artista, y por creerla grande le había entregado su amor. Pero Sibyl le había decepcionado, demostrando ser superficial e indigna. Y, sin embargo, un sentimiento de infinito pesar se apoderó de él, al recordarla acurrucada a sus pies y sollozando como una niñita. Rememoró con cuánta indiferencia la había contemplado. ¿Por qué la naturaleza le había hecho así? ¿Por qué se le había dado un alma como aquélla? Pero también él había sufrido. Durante las tres terribles horas de la representación había vivido siglos de dolor, eternidades de tortura. Su vida bien valía la de Sibyl. Ella lo había maltratado, aunque Dorian le hubiera infligido una herida duradera. Las mujeres, además, estaban mejor preparadas para el dolor. Vivían de sus emociones. Sólo pensaban en sus emociones. Cuando tomaban un amante, no tenían otro objetivo que disponer de alguien a quien hacer escenas. Lord Henry se lo había expicado, y lord Henry sabía cómo eran las mujeres. ¿Qué razón había para preocuparse por Sibyl Vane? Ya no significaba nada para él.
Pero, ¿y el retrato? ¿Qué iba a decir del retrato? El lienzo de Basil Hallward contenía el secreto de su vida, narraba su historia. Le había enseñado a amar su propia belleza. ¿Le enseñaría también a aborrecer su propia alma? ¿Volvería alguna vez a mirarlo?
No; se trataba simplemente de una ilusión que se aprovecha ba de sus sentidos desorientados. La horrible noche pasada había engendrado fantasmas. De repente, esa minúscula mancha escarlata que vuelve locos a los hombres se había desplomado sobre su cerebro. El cuadro no había cambiado. Era locura pensarlo.
Sin embargo, el retrato seguía contemplándolo, con el hermoso rostro deformado por una cruel sonrisa. Sus cabellos resplandecían, brillantes, bajo el sol matinal. Los ojos azules del lienzo se clavaban en los suyos. Un indecible sentimiento de compasión le invadió, pero no por él, sino por aquella imagen pintada. Ya había cambiado y aún cambiaría más. El oro se marchitaría en gris. Las rosas, rojas y blancas, morirían. Por cada pecado que cometiera, una mancha vendría a ensuciar y a destruir su belleza. Pero no volvería a pecar. El cuadro, igual o distinto, sería el emblema visible de su conciencia.


El Retrato de Dorian Gray, Oscar Wilde (1891)

25 de marzo de 2008

Drácula

XVIII

[...] DIARIO DE MINA HARKER
30 de septiembre.

Cuando nos reunimos en el despacho del doctor Seward, dos horas después de la cena, que había sido a las seis, formamos impremeditadamente una especie de consejo o comité. El profesor Van Helsing se sentó a la cabecera de la mesa, lugar que le asignó el doctor Seward al entrar en la habitación. A mí me colocó junto a él, a su, derecha, pidiéndome que actuase de secretaria; Jonathan se sentó a mi lado. Enfrente se pusieron lord Godalming, el doctor Seward y el señor Morris. Lord Godalming se había sentado al otro lado del profesor, y el doctor Seward en el centro. El profesor dijo:
—Doy por supuesto que estamos todos al corriente de los hechos consignados en estos papeles. —Todos asentimos, y continuó—: Convendrá, pues, que les explique la clase de enemigo con quien vamos a enfrentarnos. Les daré a conocer algunos detalles sobre la historia de este hombre, que yo mismo he comprobado. [...]
»Los seres llamados vampiros existen; algunos de nosotros tenemos pruebas irrefutables. Pero aun cuando no contásemos con una dolorosa experiencia, las enseñanzas y testimonios escritos del pasado aportan pruebas suficientes para toda persona sensata. Confieso que al principio yo mismo era escéptico. [...] El nosferatu no muere como la abeja, cuando pica. Al contrario, se vuelve más fuerte; y al ser más fuerte, tiene más poder para hacer el mal. El vampiro que hay entre nosotros tiene la fuerza de veinte hombres y es más astuto que cualquier mortal, pues su sagacidad ha ido aumentando con los siglos; todavía domina la necromancia, que es la adivinación través de los muertos, y los muertos por él invocados obedecen a su mandato; es una bestia, o peor que una bestia; es insensible como un demonio y carece de corazón; dentro de ciertos límites, puede aparecerse cuando quiere y donde quiere, adoptando determinadas armas a su antojo; y dentro de ciertos límites, también, puede mandar sobre los elementos; como la tempestad, la niebla o el trueno; ejerce poder sobre todos los seres inferiores: las ratas, los buhos, los murciélagos, las mariposas nocturnas, los zorros, los lobos, y es capaz de aumentar su volumen, disminuirlo, y hasta de desvanecerse. Así que, ¿cómo entablaremos la lucha para destruirle? ¿Cómo descubriremos dónde está, y una vez descubierto, cómo le destruiremos? Amigos míos, es mucho lo que tenemos por delante; vamos a emprender una misión terrible, cuyas consecuencias pueden hacer estremecer al más valiente. Si fracasamos en esta lucha, será él quien gane; ¿y qué será de nosotros? ¡Porque la vida no es nada! Es lo que menos me preocupa. Si fracasamos, no será sólo cuestión de vida o muerte. Podemos acabar como él; podemos convertirnos en seres reopugnantes de la noche igual que él, sin conciencia, sin corazón, alimentándonos de los cuerpos y las almas de aquellos a quienes amamos. Se nos habrán cerrado para siempre las puertas del cielo; porque ¿quién nos las podrá volver a abrir? Seremos objeto de eterno odio para todos; una mancha en el rostro radiante de Dios; una flecha en el costado de Aquel que murió por la salvación del hombre. Pero estamos frente a un sagrado deber; ¿podemos retroceder acaso? [...]
—Bien, ahora ya saben contra quién tenernos que luchar; pero nosotros tampoco carecemos de fuerza. A nuestro favor tenemos la posibildad de luchar juntos..., cosa que le está vedada al vampiro; contamos con el auxilio de la ciencia; somos libres para obrar y para pensar; y las horas del día y de la noche son nuestras por igual. De hecho, hasta donde llegan nuestros poderes, carecen de toda limitación, y podemos emplearlos libremente. Tenemos una causa a la que consagramos, un objetivo desinteresado, y ambas cosas significan mucho.
»Veamos ahora adonde llegan y adonde no los poderes generales que tenemos en contra y los individuales. O dicho de otro modo, estudiemos las limitaciones del vampiro en general, y las de éste en particular.
»Todo lo que tenemos que hacer es acudir a las tradiciones y las supersticiones. En principio, no parece que esto represente mucho, tratándose de la vida y la muerte..., y más aún. Sin embargo, habremos de conformamos [...]. Debemos suponer, por tanto, que la creencia en el vampiro, sus limitaciones y su curación, se apoyan de momento en la misma base. Porque permítanme que les diga que se le ha conocido en todo lugar habitado por el hombre. En la antigua Grecia y en la vieja Roma; aparece en toda Alemania, Francia, India y hasta en Quersoneso; se encuentra también en China, tan lejos de nosotros, donde es temido en la actualidad. Siguió a los barserkers de Islandia, a los demoníacos hunos, a los eslavos, sajones y magiares. Contra eso, pues, tenemos que luchar; y permítanme que les diga que la convicción, de muchísimos de estos pueblos ha quedado confirma da por nuestra desventurada experiencia. El vampiro sigue viviendo, y no muere por el mero paso del tiempo, y prospera cuando puede nutrirse con la sangre de los seres vivos; y todavía más: nosotros mismos hemos visto que incluso puede rejuvenecer; que sus facultades vitales se vuelven vigorosas, y parece como si se remozara cuando encuentra en abundancia su alimento habitual. Pero sin su dieta, no puede medrar; no come como los demás. Nuestro amigo Jonathan, que vivió con él durante unas semanas, no le vio comer ni una sola vez. ¡Ni una sola! Por lo demás, su cuerpo no proyecta sombra, ni su imagen se refleja en el espejo, como observó Jonathan, también. Su mano tiene la fuerza de varios hombres, cosa que apreció Jonathan cuando cerró la puerta ante los lobos, o cuando le ayudó a bajar de la diligencia. Puede transformarse en lobo, como hizo para desembarcar en Whitby, ocasión en que despedazó a un perro; puede convertirse en murciélago, tal como le vio madam Mina en la ventana de Whitby, y como mi amigo John le vio salir de la casa vecina; o mi amigo Quincey, desde la ventana de la señorita Lucy. Puede viajar en la niebla que él mismo origina, según probó ese noble capitán de barco; pero por lo que sabemos, el alcance de esa niebla es limitado, y sólo tiene vida alrededor de él. Es capaz de surgir en los rayos de luna, en forma de minúsculas motas de polvo, como se aparecieron a Jonathan aquellas hermanas del castillo de Drácula. Y volverse sutil: nosotros mismos vimos a la señorita Lucy, antes de encontrar la paz, filtrarse por una rendija del espesor de un cabello, para entrar en su tumba. Y una vez que encuentra el camino, es capaz de salir por él y entrar de la misma manera, por cerrada y soldada que esté su sepultura. Puede ver en la oscuridad..., facultad nada pequeña en un mundo cuya mitad está siempre en tinieblas. ¡Ah, pero óiganme bien! Es capaz de hacer todas estas cosas, pero no es libre. Es incluso más prisionero que un esclavo de galeras o que un loco en una celda. No puede ir adonde quiera; aunque no es un ser natural, sin embargo, ha de obedecer a ciertas leyes de la Naturaleza..., no sé por qué. No puede entrar en ningún sitio, al principio, a menos que alguien del interior le invite expresamente; después, sí podrá hacerlo todas las veces que quiera. Su poder cesa, como el de todas las potencias malignas, con la llegada del día. Sólo en determinados momentos goza de una limitada libertad. Si no está en el lugar de su refugio, sólo puede cambiarse a mediodía, o en el momento preciso de la salida y la puesta del sol. Todo esto nos dice la tradición, y en este informe nuestro tenemos pruebas de que es así. Por tanto, aunque puede hacer lo que quiera dentro de sus límites si cuenta con su hogar, su ataúd, su infierno, un lugar impío, como vimos cuando se refugió en la sepultura del suicida de Whitby, sin embargo, sólo puede desplazarse en determinados momentos. Se dice, por otra parte, que sólo puede cruzar aguas vivas cuando están sin movimiento, o en la pleamar. Además, hay cosas que le afectan de tal modo que anulan todo su poder, como el ajo, tal como hemos visto, y los objetos sagrados, como este símbolo, mi crucifijo, que tenemos ahora delante, mientras decidimos. Ante estas cosas no puede nada, y se retira en silencio y con respeto. Hay otras de las que quiero hablarles también, por si las necesitamos en nuestras pesquisas. La rama de rosal silvestre sobre su ataúd le impide salir de él; y si estando descansando en su ataúd se le dispara una bala bendecida, ésta le mata, convirtiéndole en verdadero muerto; en cuanto a la estaca, sabemos ya que le devuelve la paz, y cortarle la cabeza, el descanso. Lo hemos visto con nuestros propios ojos.
»[...] He pedido a mi amigo Arminius, de la Universidad de Buda-Pest, que me facilite un informe sobre este ser; y después de consultar todas las referencias existentes, me ha dicho quién es. Parece que se trata del voivoda Drácula, el cual se hizo famoso en su lucha contra los turcos, en el gran río que hace frontera con Turquía. Si es así, entonces se trata de un hombre nada corriente; pues en ese tiempo, y durante los siglos posteriores, tuvo fama de ser uno de los hombres más inteligentes y astutos, y de los más valerosos hijos del "país del otro lado del bosque". Ese cerebro poderoso y esa férrea voluntad se fueron con él a la tumba, y hoy se alzan contra nosotros. Arminius dice que los Drácula fueron una estirpe noble e ilustre, aunque tuvo también vastagos de quienes sus coetáneos afirmaban que sostenían tratos con el Malo. Aprendieron sus secretos en la Scholomancia, entre las montañas que rodean el lago Hermanstadt, donde el demonio reclama su derecho a un discípulo de cada diez. En los documentos aparecen pa labras como "stregoica", bruja; "ordog" y "pokol", Satanás e infierno; y hay un manuscrito en el que se califica a este mismo Drácula de "wampyr", término cuyo significado entendemos todos demasiado bien. De los genitales de este mismo Drácula salieron grandes hombres y buenas mujeres, y sus tumbas santifican la tierra donde únicamente puede refugiarse el monstruo. Pues no es poco aterrador el que este ser maligno esté profundamente arraigado en todo lo bueno, hasta el punto de que no puede descansar en un suelo carente de sagrados recuerdos.


Drácula, Bram Stoker (1897)

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