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27 de abril de 2008

Lolita

Parte I
33

En la alegre ciudad de Lepingville le compré cuatro revistas de historietas, una caja de dulces, una caja de toallas higiénicas, dos tortas, un juego de manicura, un reloj de viaje con cuadrante luminoso, un anillo con un topacio verdadero, una raqueta de tenis, patines, zapatos blancos de talones altos, anteojos largavista, una radio portátil, goma de mascar, un impermeable transparente, algunas prendas de vestir —pantalones de vestir, toda clase de vestidos para el verano—. En el hotel tomamos cuartos separados, pero en mitad de la noche vino a mí sollozando. ¿Comprenden ustedes? Lo no tenía absolutamente ninguna parte a donde ir.


Lolita, Vladimir Nabokov (1955)

18 de abril de 2008

Lolita

Parte I
29

Vestida con uno de sus viejos camisones, mi Lolita estaba acostada de lado, volviéndome la espalda, en medio de la cama. Su cuerpo apenas velado y sus piernas desnudas formaban una Z. Se había puesto las dos almohadas bajo la oscura cabeza despeinada; una banda de luz pálida atravesaba sus últimas vértebras.
Me pareció que me desvestía y me ponía el pijama con esa fantástica instantaneidad que se produce al cortarse en una escena cinematográfica el proceso de sustitución. Ya había puesto mi rodilla en el borde de la cama, cuando Lolita volvió la cabeza y me miró a través de las sombras listeadas.
[...]¡Y a pocos centímetros de mi vida quemante estaba la nebulosa Lolita! Después de una larga vigilia sin abandono, mis tentáculos avanzaron hacia ella, y esta vez el crujido del colchón no la despertó. Me las compuse para aproximar tanto mi cuerpo voraz junto al de ella, que sentí el aura de su hombro desnudo como un tibio aliento sobre mi mejilla. Entonces se sentó, balbuceó, murmuró algo con insensata rapidez acerca de botes, tiró de las sábanas y volvió a hundirse en su inconsciencia oscura, poderosa, joven. Cuando volvió a acostarse, en su abundante flujo de sueño —un instante antes dorado, ahora luna—, su brazo me golpeó la cara. Durante un segundo la retuve. Se liberó de la sombra de mi abrazo sin advertirlo, sin violencia, sin repulsa personal, sólo en el murmullo neutro y quejoso de una niña que exige su descanso natural. Y la situación fue otra vez la misma: Lolita con su espalda curvada vuelta hacia Humbert, Humbert con la cabeza apoyada sobre su mano, ardiendo de deseo y dispepsia.
[...]Empecé a deslizarme hacia ella, dispuesto a cualquier decepción, sabiendo que era mejor esperar, pero incapaz de esperar. Mi almohada olía a su pelo. Avancé hacia mi lustrosa amada, deteniéndome o retrocediendo cada vez que se movía o parecía a punto de moverse. Una brisa del país mágico empezaba a alterar mis pensamientos, que ahora parecían inclinados en bastardilla, como si el fantasma de esa brisa arrugara la superficie que los reflejaba. El tiempo y de nuevo mi conciencia despierta encerraron el camino errado, mi cuerpo se deslizó en el ámbito del sueño, se evadió de ella, y una o dos veces me sorprendí incurriendo en un melancólico ronquido. Brumas de ternuras encubrían montañas de deseo. De cuando en cuando me parecía que la presa encantada saldría al encuentro del cazador encantado, y que su cadera avanzaba hacia mí bajo la blanda arena de una playa remota y fabulosa. Pero después su oscuridad con hoyuelos se movía, y entonces yo advertía que estaba más lejos que nunca.


Lolita, Vladimir Nabokov (1955)

12 de abril de 2008

Lolita

Parte I
28

Salí de un ruidoso vestíbulo y permanecí fuera, sobre los blancos escalones, mirando los centenares de insectos que revoloteaban en torno a las luces, en la negra noche mojada, llena de murmullos y ruidos. Todo lo que haría, lo que me atrevía a hacer sería una fruslería.
De pronto tuve conciencia de que en la oscuridad, a mi lado, había una persona sentada en una silla, en la galería. No podía verla, pero oí que se movía al echarse adelante, después una discreta regurgitación, y al fin la nota de una plácida vuelta a la posición anterior. Estaba a punto de abandonar aquel lugar, cuando una voz masculina se dirigió a mí.
—¿De dónde diablos la ha sacado?
—¿Cómo?
—Dije que el tiempo está mejorando.
—Así parece.
—¿Quién es la chiquilla?
—Mi hija.
—Miente, no es su hija.
—¿Cómo?
—Dije que tuvimos mucho calor en julio. ¿Qué es de su madre?
—Ha muerto.
—Lo siento. A propósito, ¿no quieren ustedes almorzar conmigo mañana? Esta multitud espantosa ya se habrá retirado.
—Y nosotros también. Adiós.
—Lo siento. Estoy bastante borracho. Buenas noches. Esa chiquilla necesita dormir mucho. El sueño es una rosa, dicen los persas. ¿Fuma?
—No ahora.
Encendió un fósforo. Pero acaso porque estaba borracho o porque el viento lo estaba, la llama iluminó a otra persona, un hombre muy viejo, uno de esos huéspedes permanentes de los hoteles anticuados, en su mecedora blanca. Nadie dijo nada, y la oscuridad volvió a su lugar inicial. Después oí que el viejo residente tosía y se libraba de alguna mucosidad sepulcral.


Lolita, Vladimir Nabokov (1955)

31 de marzo de 2008

Lolita

Parte I
5

Ahora creo llegado el momento de presentar al lector algunas consideraciones de orden general. Entre los límites de los nueve y los catorce años, surgen doncellas que revelan a ciertos viajeros embrujados, dos o más veces mayores que ellas, su verdadera naturaleza, no humana, sino nínfica (o sea demoníaca); propongo llamar «nínfulas» a esas criaturas escogidas.
Se advertirá que reemplazo términos espaciales por temporales. En realidad, querría que el lector considerara los «nueve» y los «catorce» como los límites —playas espejeantes, rocas rosadas— de una isla encantada, habitada por esas nínfulas mías y rodeada por un mar vasto y brumoso. Entre esos límites temporales, ¿son nínfulas todas las niñas? No, desde luego. De lo contrario, quienes supiéramos el secreto, nosotros, los viajeros solitarios, los ninfulómanos, habríamos enloquecido hace mucho tiempo. Tampoco es la belleza una piedra de toque; y la vulgaridad —o al menos lo que una comunidad determinada considera como tal— no daña forzosamente ciertas características misteriosas, la gracia letal, el evasivo, cambiante, trastornador, insidioso encanto mediante el cual la nínfula se distingue de esas contemporáneas suyas que dependen incomparablemente más del mundo espacial de fenómenos sincrónicos que de esa isla intangible de tiempo hechizado donde Lolita juega con sus semejantes. Dentro de los mismos límites temporales, el número de verdaderas nínfulas es harto inferior al de las jovenzuelas provisionalmente feas, o tan sólo agradables, o «simpáticas», o hasta «bonitas» y «atractivas», comunes, regordetas, informes, de piel fría, niñas esencialmente humanas, vientrecitos abultados y trenzas, que acaso lleguen a transformarse en mujeres de gran belleza (pienso en los toscos budines con medias negras y sombreros blancos que se convierten en deslumbrantes estrellas cinematográficas). Si pedimos a un hombre normal que elija a la niña más bonita en una fotografía de un grupo de colegialas o girl-scouts, no siempre señalará a la nínfula. Hay que ser artista y loco, un ser infinitamente melancólico, con una burbuja de ardiente veneno en las entrañas y una llama de suprema voluptuosidad siempre encendida en su sutil espinazo (¡oh, cómo tiene uno que rebajarse y esconderse!), para reconocer de inmediato, por signos inefables —el diseño ligeramente felino de un pómulo, la delicadeza de un miembro aterciopelado y otros indicios que la desesperación, la vergüenza y las lágrimas de ternura me prohiben enumerar—, al pequeño demonio mortífero entre el común de las niñas; y allí está, no reconocida e ignorante de su fantástico poder.
Además, puesto que la idea de tiempo gravita con tan mágico influjo sobre todo ello, el estudioso no ha de sorprenderse al saber que ha de existir una brecha de varios años —nunca menos de diez, diría yo, treinta o cuarenta por lo general y tantos como cincuenta en algunos pocos casos conocidos— entre doncella y hombre para que este último pueda caer bajo el hechizo de la nínfula. Es una cuestión de ajuste focal, de cierta distancia que el ojo interior supera contrayéndose y de cierto contraste que la mente percibe con un jadeo de perverso deleite. 


Lolita, Vladimir Nabokov (1955)

16 de septiembre de 2007

La Veneciana

3

[...]—Lo que ocurre es lo siguiente —continuó McGore sin prisa—. En lugar de invitar un personaje de un cuadro a que abandone su marco, imagínese a alguien que sea capaz de adentrarse en el propio cuadro. Le produce risa ¿no es así? Y sin embargo, yo lo he hecho miles de veces. He tenido la fortuna de haber visitado codos los museos de pintura de Europa, desde La Haya a San Petersburgo, de Londres a Madrid. Cuando encontraba un cuadro que me gustaba especialmente, me quedaba enfrente del mismo y concentraba toda mi fuerza de voluntad en un solo pensamiento: cómo entrar dentro del mismo. Era una sensación misteriosa, desde luego. Me sentía como un apóstol a punto de bajar de su barca para caminar por la superficie del agua. Pero, después, ¡qué felicidad! Digamos que estaba enfrente de un lienzo flamenco, con la Sagrada Familia en primer plano, contra el fondo de un paisaje suave, límpido. Ya sabe, con un camino que se pierde en zigzag como una blanca serpinte por unas colinas verdes. Finalmente, daba el salto. Me liberaba de la vida real y entraba en la pintura. ¡Sensación milagrosa! La frescura, el aire plácido empapado de cera e incienso. Me transformaba en una parte viva del cuadro y todo en torno a mí cobraba vida. Las siluetas de los peregrinos en el camino empezaban a moverse. La Virgen María farfullaba algo en flamenco. El viento rociaba las flores convencionales. Las nubes se deslizaban... Pero la felicidad no duraba demasiado. Sentía que me congelaba poco a poco, pegándome al lienzo, transformándome en una fina película de óleo. Entonces cerraba los ojos bien cerrados, daba un tirón con toda mi fuerza y saltaba fuera del cuadro. Se oía una especie chapoteo sordo como cuando sacas el pie del barro. Yo abría los ojos me encontraba tumbado en el suelo debajo de un cuadro espléndido pero sin vida. [...]
—Comprenderá, supongo —continuó, dejando caer unas escamas de ceniza—, que de haberme quedado, al momento siguiente el cuadro me habría absorbido para siempre. Me habría desvanecido en sus profundidades, o quizá, me habría debilitado lleno de terror, y, carente de la fuerza para volver al mundo real o para penetrar en aquella nueva dimensión, habría tomado la forma de una de las figuras pintadas en el lienzo [...]. Sin embargo, a pesar del peligro, he cedido a la tentación una y otra vez... Querido amigo, ¡me he enamorado de tantas Madonnas! [...] Pero la Madonna más encantadora de todas procede del pincel de Bernardo Luini. Todas sus creaciones contienen la quietud y la delicadeza del lago en cuyas costas nació, el lago Mayor. El más delicado de los maestros. Su nombre incluso dio lugar a un adjetivo nuevo, luinesco. Su mejor Madonna tiene unos ojos alargados, tímidos, que te acarician, y en su ropaje se mezclan tonos azules delicados, rojos tirando a rosa, como una niebla naranja. Una rizada bruma gaseosa rodea su frente, y la del niño pelirrojo. El niño levanta hacia ella una manzana pálida, y ella la mira bajando sus ojos alargados y suaves... Ojos luinescos... Dios mío, cómo los he besado...


La Veneciana, Vladimir Nabokov (1924)

4 de agosto de 2007

Lolita

Primera Parte, Cap. I


Lolita, luz de mi vida, fuego de mis entrañas. Pecado mío, alma mía. Lo-li-ta: la punta de la lengua emprende un viaje de tres pasos desde el borde del paladar para apoyarse, en el tercero, en el borde de los dientes. Lo.Li.Ta.
Era Lo, sencillamente Lo, por la mañana, un metro cuarenta y ocho de estatura con pies descalzos. Era Lola con pantalones. Era Dolly en la escuela. Era Dolores cuando firmaba. Pero en mis brazos era siempre Lolita.
¿Tuvo Lolita una precursora? Naturalmente que la tuvo. En realidad, Lolita no pudo existir para mí si un verano no hubiese amado a otra niña iniciática. En un principado junto al mar. ¿Cuándo? Tantos años antes de que naciera Lolita como tenía yo ese verano. Siempre puede uno contar con un asesino para una prosa fantástica.
Señoras y señores del jurado, la prueba número uno es lo que envidiaron los serafines, los errados, simples y noblemente alados serafines envidiaron. Mirad esta maraña de espinas.


Lolita, Vladimir Nabokov (1955)

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