15 de diciembre de 2007

Las Penas del Joven Werther

Primera Parte, 30 de Agosto

¡Infeliz! ¿Acaso no eres un necio? ¿No te engañas a ti mismo? ¿Qué es toda esa delirante e interminable pasión ? Ya no tengo más plegarias más que para ella. En mi imaginación no aparece ninguna otra figura que no sea la suya, y todo lo que en el mundo me rodea,lo veo únicamente en relación con ella. Y ello me produce tales momentos de felicidad... Hasta que de nuevo he de separarme de ella. ¡Ay, Wilhem! ¡De ella, hacia quien mi corazón con frecuencia me apremia! Cuando he estado sentado junto a ella dos, tres horas, y me he deleitado con su figura, con sus modales, de la celestial expresión de sus palabras, y poco a poco todos mis sentidos se han ido así desplegando, todo se ensombrece ante mis ojos, apenas oigo nada más, siento que un asesino me agarrara por el gaznate, y entonces, latiendo salvajemente, mi corazón trata de dar aire a los oprimidos sentidos, aumentando así la confusión. Wilhem, a menudo no sé si estoy en el mundo. Y cuando en ocasiones no me domina la melancolía y Lotte me permite el mísero consuelo de desahogar mi angustia sobre su mano, ¡tengo que irme! ¡Salir de allí! Y entonces ando vagando por los campos, lejos. Escalar una montaña escarpada, es entonces mi alegría. Abrir un camino a través de un bosque infranqueable, entre las zarzas, que me hieren, entre las espinas, que me desgarran. Así me siento algo mejor. ¡Algo! Y cuando, cansado y sediento, me paro a veces a mitad de camino, en ocasiones en plena noche, cuando la luna llena se encuentra sobre mí, me siento en el bosque solitario sobre un tronco retorcido, sólo para procurar cierto alivio a las lastimadas plantas de mis pies, entonces en medio de una desfallecida calma me adormezco a media luz ¡Oh Wilhem! La solitario morada de una celda, un hábito de esparto y el cicilio serían para mi un bálsamo, por el que mi alma se consume. Adiós. No veo para toda esta desdicha otro final que no sea el de la tumba.


Las Penas del Joven Werther, Goethe (1774)

4 de diciembre de 2007

Campos de Castilla

RETRATO

Mi infancia son recuerdos de un patio de Sevilla,
y un huerto claro donde madura el limonero;
mi juventud, veinte años en tierra de Castilla;
mi historia, algunos casos que recordar no quiero.

Ni un seductor Mañara, ni un Bradomín he sido
—ya conocéis mi torpe aliño indumentario—,
mas recibí la flecha que me asignó Cupido,
y amé cuanto ellas puedan tener de hospitalario.

Hay en mis venas gotas de sangre jacobina,
pero mi verso brota de manantial sereno;
y, más que un hombre al uso que sabe su doctrina,
soy, en el buen sentido de la palabra, bueno.

Adoro la hermosura, y en la moderna estética
corté las viejas rosas del huerto de Ronsard;
mas no amo los afeites de la actual cosmética,
ni soy un ave de esas del nuevo gay-trinar.

Desdeño las romanzas de los tenores huecos
y el coro de los grillos que cantan a la luna.
A distinguir me paro las voces de los ecos,
y escucho solamente, entre las voces, una.

¿Soy clásico o romántico? No sé. Dejar quisiera
mi verso, como deja el capitán su espada:
famosa por la mano viril que la blandiera,
no por el docto oficio del forjador preciada.

Converso con el hombre que siempre va conmigo
—quien habla solo espera hablar a Dios un día—;
mi soliloquio es plática con este buen amigo
que me enseñó el secreto de la filantropía.

Y al cabo, nada os debo; debéisme cuanto he escrito.
A mi trabajo acudo, con mi dinero pago
el traje que me cubre y la mansión que habito,
el pan que me alimenta y el lecho en donde yago.

Y cuando llegue el día del último viaje,
y esté al partir la nave que nunca ha de tornar,
me encontraréis a bordo ligero de equipaje,
casi desnudo, como los hijos de la mar.


Campos de Castilla, Antonio Machado (1906)

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