18 de abril de 2008

Lolita

Parte I
29

Vestida con uno de sus viejos camisones, mi Lolita estaba acostada de lado, volviéndome la espalda, en medio de la cama. Su cuerpo apenas velado y sus piernas desnudas formaban una Z. Se había puesto las dos almohadas bajo la oscura cabeza despeinada; una banda de luz pálida atravesaba sus últimas vértebras.
Me pareció que me desvestía y me ponía el pijama con esa fantástica instantaneidad que se produce al cortarse en una escena cinematográfica el proceso de sustitución. Ya había puesto mi rodilla en el borde de la cama, cuando Lolita volvió la cabeza y me miró a través de las sombras listeadas.
[...]¡Y a pocos centímetros de mi vida quemante estaba la nebulosa Lolita! Después de una larga vigilia sin abandono, mis tentáculos avanzaron hacia ella, y esta vez el crujido del colchón no la despertó. Me las compuse para aproximar tanto mi cuerpo voraz junto al de ella, que sentí el aura de su hombro desnudo como un tibio aliento sobre mi mejilla. Entonces se sentó, balbuceó, murmuró algo con insensata rapidez acerca de botes, tiró de las sábanas y volvió a hundirse en su inconsciencia oscura, poderosa, joven. Cuando volvió a acostarse, en su abundante flujo de sueño —un instante antes dorado, ahora luna—, su brazo me golpeó la cara. Durante un segundo la retuve. Se liberó de la sombra de mi abrazo sin advertirlo, sin violencia, sin repulsa personal, sólo en el murmullo neutro y quejoso de una niña que exige su descanso natural. Y la situación fue otra vez la misma: Lolita con su espalda curvada vuelta hacia Humbert, Humbert con la cabeza apoyada sobre su mano, ardiendo de deseo y dispepsia.
[...]Empecé a deslizarme hacia ella, dispuesto a cualquier decepción, sabiendo que era mejor esperar, pero incapaz de esperar. Mi almohada olía a su pelo. Avancé hacia mi lustrosa amada, deteniéndome o retrocediendo cada vez que se movía o parecía a punto de moverse. Una brisa del país mágico empezaba a alterar mis pensamientos, que ahora parecían inclinados en bastardilla, como si el fantasma de esa brisa arrugara la superficie que los reflejaba. El tiempo y de nuevo mi conciencia despierta encerraron el camino errado, mi cuerpo se deslizó en el ámbito del sueño, se evadió de ella, y una o dos veces me sorprendí incurriendo en un melancólico ronquido. Brumas de ternuras encubrían montañas de deseo. De cuando en cuando me parecía que la presa encantada saldría al encuentro del cazador encantado, y que su cadera avanzaba hacia mí bajo la blanda arena de una playa remota y fabulosa. Pero después su oscuridad con hoyuelos se movía, y entonces yo advertía que estaba más lejos que nunca.


Lolita, Vladimir Nabokov (1955)

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